Tavistock Square, este mes de noviembre. Una puerta pequeña, en verde oscuro, muy inglesa, con su número bien plantado en el centro. Afuera, toda la niebla de Londres. Dentro, allá arriba, en la luz y la tibieza de un living-room, de paneles pintados por una mujer, otras dos mujeres hablan de las mujeres. Se examinan, se interrogan. Curiosa, la una; la otra, encantada.
Una de ellas ha alcanzado la expresión, porque ha conseguido, magníficamente, alcanzarse; la otra lo ha intentado perezosamente, débilmente, pero algo en sí misma viene impidiéndoselo, precisamente porque no habiéndose alcanzado, no ha podido ir más allá.
Estas dos mujeres se miran. Las dos miradas son diferentes. La una parece decir: «He aquí un libro de imágenes exóticas que hojear.» La otra: «¿En qué página de esta mágica historia encontraré la descripción del lugar en que está oculta la llave del tesoro?» Pero de estas dos mujeres, nacidas en medios y climas distintos, anglosajona la una, la otra latina y de América, la una adosada a una formidable tradición, y la otra adosada al vacío (au risque de tomber pendant l'éternité), es la más rica la que saldrá enriquecida por el encuentro. La más rica habrá inmediatamente recogido su cosecha de imágenes. La más pobre no habrá encontrado la llave del tesoro. Todo es pobreza en los pobres y riqueza en los ricos.
Cuando, sentada junto a su chimenea, Virginia, me alejaba de la niebla y de la soledad; cuando tendía mis manos hacia el calor y tendía entre nosotras un puente de palabras... ¡qué rica era, no obstante! No de su riqueza, pues esa llave que supo usted encontrar, y sin la cual jamás entramos en posesión de nuestro propio tesoro (aunque lo llevemos, durante toda nuestra vida, colgado al cuello), de nada puede servirme si no la encuentro por mí misma. Rica de mi pobreza, esto es: de mi hambre.
Su nombre, Virginia, va ligado a estos pensamientos. Pues con usted fue con quien hablé últimamente -e inolvidablemente- de esta riqueza, nacida de mi pobreza: el hambre.
Todos los artículos reunidos en este volumen (al igual que los de él excluidos), escalonados a lo largo de varios años, tienen de común entre sí que fueron escritos bajo ese signo. Son una serie de testimonios de mi hambre. ¡De mi hambre, tan auténticamente americana! Pues en Europa, como le decía a usted hace unos días, parece que se tiene todo, menos hambre.
Usted da gran importancia a que las mujeres se expresen, ya que se expresen por escrito. Las anima a que escriban all kinds of books, hesitating at no subject however trivial or however vast *(2). Según dice usted, les da este consejo por egoísmo: Like most uneducated Englishwomen, I like reading -I like reading books in the bulk**(3),
declara usted. y la producción masculina no le basta. Encuentra usted que los libros de los hombres no nos explican sino muy parcialmente la psicología femenina. Hasta encuentra usted que los libros de los hombres no nos informan sino bastante imperfectamente sobre ellos mismos. En la parte posterior de nuestra cabeza, dice usted, hay un punto, del tamaño de un chelín, que no alcanzamos a ver con nuestros propios ojos. Cada sexo debe encargarse de describir, para provecho del otro, ese punto. A ese respecto, no podemos quejarnos de los hombres. Desde los tiempos más remotos, nos han prestado siempre ese servicio. Convendría, pues, que no nos mostrásemos ingratas y les pagásemos en la misma moneda.
Pero he aquí que llegamos a lo que, por mi parte, desearía confesar públicamente, Virginia: Like most uneducated South American women, I like writing * (4) .Y, esta vez, el uneducated debe pronunciarse sin ironía.
Mi única ambición es llegar a escribir un día, más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer. Si a imagen de Aladino poseyese una lámpara maravillosa, y por su mediación me fuera dado el escribir en el estilo de un Shakespeare, de un Dante, de un Goethe, de un Cervantes, de un Dostoiewsky, realmente, no aprovecharía la ganga. Pues entiendo que una mujer no puede aliviarse de sus sentimientos y pensamientos en un estilo masculino del mismo modo que no puede hablar con voz de hombre.
¿Recuerda usted, en A Room of One's Own sus observaciones sobre dos escritoras: Charlotte Brontë y Jane Austen? La primera, dice usted, quizás es más genial que la segunda; pero sus libros están retorcidos, deformados, por las sacudidas de indignación, de rebeldía contra su propio destino, que la atraviesan. She will write in a rage where she should write calmly **(5).
El año pasado, por estos días, encontrándome en un balneario argentino, conduje, una mañana tibia, al hijito de mi jardinero a una gran tienda (una sucursal de vuestro Harrod's). Los juguetes resplandecientes de Navidad y Año Nuevo nos rodeaban por todas partes. Agarrado a mi mano, abriendo de par en par sus ojos de cuatro años ante semejantes maravillas, mi compañero había enmudecido. Al abrochar sobre su pecho una blusita blanca que le estaban probando, quedé asustada, enternecida, sintiendo contra mi mano el latir precipitado de su corazón. Era el palpitar de un pájaro cautivo entre mis dedos.
El pasaje de Jane Eyre que usted cita, y en que se oye el respirar de Charlotte Bronte (respirar que nos llega oprimido y jadeante), me emociona de modo análogo. Mis ojos, fijos en estas líneas, no perciben ya a la manera de los ojos, sino a la manera de la palma de una mano apoyada en un pecho.
Bien sé que Charlotte Brontë como novelista habría salido ganando con que Charlotte Bronte mujer, starved of her proper due of experience * (6), no hubiese venido a turbarla. Y, sin embargo, ¿no cree usted que este sufrimiento, que crispa sus libros, se traduce en una imperfección conmovedora?
Defendiendo su causa, es la mía la que defiendo. Si sólo la perfección conmueve, Virginia, no cabe duda que estoy perdida de antemano.
Dice usted que Jane Austen hizo un milagro en 1800: el escribir, a pesar de su sexo, sin amargura, sin odio; sin protestar contra... sin predicar en pro... Y así (en este estado de alma) es como escribió Shakespeare, añadía usted.
Pero ¿no le parece a usted que, aparte de los problemas que las mujeres que escriben tenían y tienen aún que resolver, se trata también de diferencias de carácter? ¿Cree usted, por ejemplo, que la Divina Comedia haya sido escrita sin vestigios de rencor?
En todo caso, estoy tan convencida como usted de que una mujer no logra escribir realmente como esa mujer sino a partir del momento en que esa preocupación la abandona, a partir del momento en que sus obras, dejando de ser una respuesta disfrazada a ataques, disfrazados o no, tienden sólo a traducir su pensamiento, sus sentimientos, su visión.
Acontece con esto como con la diferencia que se observa en Argentina entre los hijos de emigrantes y los de familias afincadas en el país desde hace varias generaciones. Los primeros tienen una susceptibilidad exagerada con respecto a no sé qué falso orgullo nacional. Los segundos son americanos desde hace tanto tiempo, que se olvidan de aparentarlo.
Pues bien, Virginia, debo confesar que no me siento aún totalmente liberada del equivalente de esa susceptibilidad, de ese falso orgullo nacional, en lo que atañe a mi sexo. ¡Quién sabe si padezco reflejos de parvenue! En todo caso, no cabe duda que soy un tanto quisquillosa a ese respecto. En cuanto la ocasión se presenta (y si no se presenta, la busco), ya estoy declarándome solidaria del sexo femenino. La actitud de algunas mujeres singulares, como Anna de Noailles, que se pasan al campo de los hombres aceptando que éstos las traten de excepciones y les concedan una situación privilegiada, siempre me ha repugnado. Esta actitud, tan elegante y tan cómoda, me es intolerable. y también a usted, Virginia.
A propósito de Charlotte Brontë y de Jane Austen, dice usted: But how impossible it must have been for them not to budge either to the right or to the left. What genius, what integrity it must have required in face of all that criticism, in the midst of that purely patriarchal society, to hold fast to the thing as they saw it without shrinking *(7) .
De todo esto retengo especialmente algunas palabras: ...it the midst of that purely patriarchal society... En un medio semejante al que pesaba sobre Charlotte Brontë y Jane Austen, hace más de cien años, comencé yo a escribir ya vivir; semejante, pero peor, Virginia.
Escribir y vivir en esas condiciones es tener cierto valor. Y tener cierto valor, cuando no se es insensible, es ya un esfuerzo que absorbe, sin darnos cuenta, todas nuestras facultades.
La deliciosa historia de la hermana de Shakespeare que de modo tan inimitable cuenta usted, es la más bella historia del mundo. Ese supuesto poeta (la hermana de Shakespeare) muerto sin haber escrito una sola línea, vive en todas nosotras, dice usted. Vive aun en aquellas que, obligadas a fregar los platos y acostar a los niños, no tienen tiempo de oír una conferencia o leer un libro. Acaso un día renacerá y escribirá. A nosotras toca el crearle un mundo en que pueda encontrar la posibilidad de vivir íntegramente, sin mutilaciones.
Yo friego bastante mal los platos y no tengo (¡ay!) niños que acostar. Pero, aunque (no seamos hipócritas) fregase los platos y acostara a los niños, siempre habría encontrado medio de emborronar papel en mis ratos perdidos -como la madre de Wells.
Y si, como usted espera, Virginia, todo esfuerzo, por oscuro que sea, es convergente y apresura el nacimiento de una forma de expresión que todavía no ha encontrado una temperatura propicia a su necesidad de florecer, vaya mi esfuerzo a sumarse al de tantas mujeres, desconocidas o célebres, como en el mundo han trabajado.
V.O.(1) Del libro de Victoria Ocampo Testimonios, que fue editado por Revista de Occidente. La Revista publicó en su número 93 (1931) el relato de Virginia Woolf «El tiempo pasa». (2) «Toda suerte de libros, sin vacilar ante ningún asunto, por trivial o vasto que parezca.» (Traducciones de la autora.) (3) «Como a la mayoría de las inglesas incultas, me gusta leer... me gusta leer libros a granel.» (4) «Como a la mayoría de las mujeres sudamericanas incultas, me gusta escribir.» (5) «Escribirá con rabia, cuando debería escribir con serenidad.» (6) «Hambrienta de la parte de experiencia que le correspondía.» (7) «Pero ¡cuán imposible debe haber sido para ellas no desviarse ni a la izquierda ni a la derecha! ¡Que genio, que integridad tienen que haberse requerido frente a toda esa crítica, en medio de aquella socie- dad absolutamente patriarcal, para conservarse firmemente aferradas a lo que veían, tal como lo veían, sin temblar!».