Imagino que un lector que, por vez primera acceda (algo que me cuesta creer) a la obra de Virginia (Stephen) Woolf (1882-1941), en especial, un lector anglosajón, puede creer que se trata de una autora que siempre ha merecido la más alta consideración. No es cierto. Si bien desde su primera novela, The Voyage Out (1915), se la consideró una escritora con ambición artística; si bien nadie nunca ha discutido que es uno de los pilares de la modernidad literaria (junto a James Joyce, su exacto y tan distinto contemporáneo), desde que entrara en las aguas del mito (concretamente del río Ouse, en el Condado de Sussex) con su suicidio, en 1941, las universidades británicas, por ejemplo, la olvidaron convenientemente. Un olvido que se hizo extensivo a las enseñanzas anteriores a las universitarias. Por esta razón, a buen seguro, su marido, Leonard Woolf (1880-1969) vendió buena parte de sus manuscritos (en especial, sus diarios) a la New York Public Library, confiando en que futuros estudiosos, que pasaran por la notable biblioteca, norteamericanos o no, la colocarían donde le correspondía. Es decir, en uno de los primeros puestos mundiales de la literatura del siglo XX.
Leonard, además, a principios de los años sesenta, hizo otro movimiento táctico definitivo: encargó una biografía al sobrino de la autora, Quentin Bell (1910-1996), que aparecería originalmente en 1972. Una biografía que nos acercó una autora y una persona casi con carne y huesos, una biografía inolvidable. La biografía de Bell (véase Bibliografía), junto con el resurgimiento del feminismo a finales de los años sesenta (nos referimos al "Women’s Lib”), que propiciaron los departamentos universitarios de estudios sobre la mujer, literatura incluida, que con el tiempo pasarían a ser estudios de género, no sólo convirtieron a Virginia Woolf en una autora conocida, sino que hicieron de su obra y persona una verdadera industria literaria mundial. Cuando menos del mundo occidental, del que afortunadamente no escaparon las distintas naciones españolas.
A este respecto, en España, en lengua castellana, la obra de Virginia llegó muy parcialmente (y mal) en los años cuarenta, precisamente con su primera novela, aquí titulada Fin de viaje (Caralt Editor, Barcelona). Con el tiempo, la inefable argentina Victoria Ocampo la proyectaría a base de publicar en su editorial de Buenos Aires, Sur, Orlando y Un cuarto propio, en versiones, ni más ni menos, de Jorge Luis Borges, y Diario de una escritora. Ocampo, ya había viajado, a finales de los años treinta, a Londres para conocer a Virginia, lo que se derivaría, además, en dos aproximaciones suyas: Virginia Woolf en su diario y Virginia Woolf, Orlando & Cía. La editorial de Carlos Barral (Seix Barral) la incorporaría tímidamente en los años sesenta, con Una habitación propia, pero iba a ser otra mujer, una editora catalana, Esther Tusquets (Editorial Lumen) quien realmente la impondría al lector, a partir de los años setenta, publicando sus novelas (con excepción de la ya mencionada y primera), diarios parciales, ensayos...
Por otra parte, en Catalunya se conocía a Woolf desde fecha temprana: en 1930 se había publicado su cuarta novela en lengua catalana, Mrs Dalloway (1925), en versión de un escritor catalán de experimentación modernista: el suegro de Juan Benet, Cèsar August Jordana. Y en plena Guerra Civil su divertimento biográfico-canino, Flush, que en los años cuarenta publicaría Destino en versión castellana. En euskera, según mis referencias, únicamente puede leerse una obra de Virginia: se trata de To the lighthouse, traducida por Anton Garikano y publicada por la editorial Ibaizabal en 1993 con el título Farorantz.
Hoy, las universidades británicas han enmendado el olvido al que sometieron a la autora desde su muerte a los años setenta, mientras que los departamentos de lengua inglesa del mundo entero la incluyen en sus programas. Sin duda, un triunfo personal póstumo de Leonard Woolf, de Quentin Bell en vida (su biografía fue premiada y consiguió fervor de ventas) y, también, de los lectores, nosotros, porque la leemos y releemos por una sencilla razón: nos procura placer.