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Viernes, 29 de marzo de 2024
Virginia Woolf
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VIRGINIA WOOLF - CRÓNICA DE UN DESASTRE
Michael Holroyd
Quimera, 4 (1981): 31-34

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El primer volumen de la biografía de Quentin Bell sobre Virginia Woolf( I) nos lleva hasta la primavera de 1911 cuando, a la edad de treinta años, consintió en casarse con Leonard Woolf. 

Virginia, tercer hijo del segundo matrimonio de Leslie Stephen, llegó a creer que las corrientes rivales de las tradiciones materna y paterna se mezclaban y fluían en confusión pero no armonizaban en su sangre. De su madre heredó la sensibilidad y gusto artístico, de su padre la fuerza intelectual y una consciencia neurótica. Fue educada en casa y la influencia paterna resultó especialmente poderosa. 

La carrera de Leslie Stephen fue un epítome del intelectualismo victoriano. Educado en la fe de la Iglesia de Inglaterra, acudió a Cambridge y recibió las órdenes sagradas. Después, vuelto al escepticismo, lo dejó por Londres y una carrera literaria. Fundador del Dictionary of Nacional Biography y autor de obras críticas y filosóficas, creció su fama como hábil expositor del agnosticismo que invadió el pensamiento victoriano tras el Origin of Species de Darwin. Menos inflexible que Thornas Huxley, menos frío que Herbert Spencer, compartió con muchos de los brillantes estudiosos que fueron sus amigos un núcleo de poesía encerrado en la dura concha de la pedantería. 

Porque estos dons(*), jueces y directores de escuela, todos fervientes racionalistas, que se movieron tan magistralmente dentro de sus atrios catedralicios, claustros de antiguos colleges o las recoletas plazas de Kengsinton, abrigaban, tras su apariencia segura, temores acerca de la estabilidad del mundo, así como de la existencia del venidero. Fueron cada vez más los que hallaron la felicidad en la periferia de sus vidas, en lugares remotos donde los ferrocarriles no podían llevarlos onvenientemente, como la costa de Cornwall o las montañas de Suiza, donde podían volver a sentir el misterio de la vida que en su patria, tras una mesa, habían explicado con tanta lógica.

Leslie Stephen ya estaba en la cincuentena cuando, de resultas de un fallo en sus métodos anticonceptivos, nació Virginia. Los días de sus hazañas atléticas sobre el río, o las luchas con las cumbres inmensas entre guías suizos, ya eran algo del pasado, aunque las reliquias de sus logros -el trofeo polvoriento sobre la chimenea, los mohosos bastones montañeros apoyados en la librería- estorbaban en su oscura casa de Hyde Park Gate. Sin embargo, aún era capaz en vacaciones, de hacer marchas de treinta millas. En verano la familia iba con frecuencia a Talland House, en St. Ives, en la misma punta del pie de Inglaterra, y aquí Virginia pasó sus mejores momentos. Sus veraneos infantiles le dejaron recuerdos marinos que rondarían sus novelas --sobre todo Jacob's Room, To The lighthouse y The Waves- en imágenes, ritmos y colores, los azules y verdes, que brillan en toda su obra y la otorgan un fulgor traslúcido.

Por el contrario, Londres era un lugar tenebroso. Si el mar simbolizaba la poesía de la vida, Hyde Park Gate llegó a representar la amenaza de la muerte, la locura y el desastre. La educación de Virginia, aunque segura en lo externo, se vio mezclada con una serie de acontecimientos traumáticos. 

Desde muy temprana edad su hermanastra Laura había dado muestras de desconcertantes síntomas de inestabilidad mental; luego su primo J.K. Stephen, de resultas de un accidente, comenzó también a enloquecer, acosando violentamente a la hermanastra de Virginia, Stella Duckworth. Desde 1888, cuando decayó súbitamente, la salud de Leslie Stephen no había sido buena. Julia, su esposa, le cuidó con devoción hasta que, consumida, murió repentinamente en 1895. Su muerte, declaró Virginia, fue el mayor desastre que podía ocurrir.

El período que transcurrió entre la muerte de su madre y la de su padre, nueve años después, estuvo lleno de oscuridad. Talland House fue vendida y Virginia sufrió el primero de una serie de derrumbamientos nerviosos que de forma tan dramática iban a jalonar su vida. Cuando en 1897 en su primer año de matrimonio, murió Stella Duckworth, el anciano se asió cada vez más a sus dos hijas Vanessa y Virginia. Adorable con sus amigos, fue cruel con su familia, a la que infligió un cruel chantaje emocional. Los Stephen estaban entregados a la catástrofe. Como todas las tragedias que se encontraban, su enfermedad estuvo acompañada por un coro de lamentos femeninos que engrandecieron y enriquecieron fúnebremente sus últimos meses de agonía.

Para Virginia esta época se hizo aún más horrorosa a causa de las groseras asechanzas de su hermanastro George Duckworth. "Todavía tiemblo de vergüenza, escribió muchos añosdespués, ante el recuerdo de mi hermanastro, poniéndome en una repisa, a los seis años o así, y explorando mis partes íntimas. Por aquél entonces, mientras su padre moría de cáncer tres o cuatro pisos más abajo, George habría de arrojarse sobre la cama de Virginia, besándola y abrazándola con objeto, explicaría más tarde, de confortarla. El resultado, escribe Quentin Bell, fue que en materia sexual se retrajo, aterrorizada, a una postura de pánico helado y defensivo. Tuvo la sensación de que su vida había quedado estropeada antes de haber siquiera comenzado.

La muerte de su padre en 1904 fue seguida por otro de los derrumbes de Virginia: los pájaros cantaban agudamente en griego mientras el rey Eduardo VII, entre las azaleas, blasfemaba con las palabras más viles. Lo absurdo llegó a extremos de pesadilla, e intentó suicidarse arrojándose desde una ventana. Pero la muerte de Leslie Stephen --como en una situación similar de The Years- había dado la libertad a sus hijos. Al irse a Bloomsbury se liberaron de la amarga influencia de sus parientes y comenzaron una nueva vida al conectar con los amigos de Cambridge de su hermano Thoby: Clive Bell, Lytton Strachey, Leonard Woolf y otros que constituyen el núcleo del Grupo de Bloomsbury.

La crónica del desastre, sin embargo, todavía no había llegado a su fin. Después de un viaje a Grecia, Thoby murió de tifoideas. Consecuencia en parte de esto fue que Vanessa Stephen consintió en casarse con Clive Bell. Virginia estaba mitad complacida, mitad acongojada, pero cuando Vanessa tuvo un hijo se mostró abiertamente celosa, y para herir a su hermana se dedicó a un coqueteo largo y sin sentido con Clive Bell.

En la imaginación de Virginia los hombres no jugaban papel alguno como amantes. Era de mujeres de quien tendía a enamorarse: Madge Vaughan, Violet Dickinson y hasta su hermana Vanessa. El amor que sentía por ellas era parecido al de una hija hacia su madre, Cuando Hilton Young le propuso matrimonio, para ella no era más que un juego, nada real. Pero cuando se lo propuso Lytton Strachey aceptó enseguida porque, dado que se trataba de un homosexual, podría gozar de un matrimonio fraterno a su lado, sin la horrible amenaza del sexo.

Quería casarse. Quedarse soltera sería un "fallo" a los ojos del mundo, y Virginia lo sabía de sobra. La experiencia de Strachey no llegó a nada, pero en 1912, tras algunas dudas, aceptó una propuesta de Leonard Woolf, Las ventajas evidentes del matrimonio me suponen un obstáculo... No siento atracción física hacia usted", le aseguró, "y sin embargo el hecho de que se preocupe por mí como lo hace casi me abruma. Es tan real, y tan extraño.

Los acontecimientos de esta primera parte de su vida explican por qué se apartó de la realidad, refugiándose en la fantasía, y cómo esta fantasía, que trató de sustituir por la realidad, se convirtió en su estímulo creador; pero a la vista de las épocas peligrosas que habrían de venir al término de sus novelas, parece que lo que realmente temía era ser absorbida de nuevo por el mundo real.

Ciertos biógrafos son como actores, que casi asumen la identidad de su sujeto, Quentin Bell no es de esta escuela. Escribe como desde la posición de un amigo cercano y sensible, impresión reforzada por el hecho curioso de que utilice en todo este libro la primera persona del singular, Nos aproximamos a Virginia Stephen, pero no se nos alcanza lo que se debe sentir siendo ella. El método de Quentin Bell ha consistido en asimiar una gran cantidad de, información y  producir una narración admirablemente lúcida y sucinta, a la que sirven de ligazón sus conclusiones acerca de esta información. Su capacidad de resumen es excelente, e implacable su precisión.

No tiene gran fuerza dramática como biógrafo, y pasa muy rápidamente por encima de algunas escenas de extraordinario dramatismo, como la muerte de Leslie Stephen. Tampoco se ha "aventurado" por la crítica literaria o la especulación psicológica. Su propósito, escribe, ha sido "puramente histórico", y al reunir una relación absolutamente auténtica de la vida de Virginia Stephen ha logrado este propósito con pleno éxito. 

"Tengo una conftsión que hacerte. Voy a casarme con Leonard Woolf. Es un judío sin una perra", anunció a bocajarro Virginia Stephen a su amiga Violet Dickinson. Dos meses más tarde, el 10 de agosto de 1912 , se casaron en el Registro de St. Pancras, tras un compromiso que, en palabras de su hermana Vanessa, fue algo agotador y confuso hasta para los simples espectadores. Para Virginia, nos cuenta Quentin Bell al comienzo del segundo volumen de su biografía(2),  éste parecía un magnífico modo de casarse con el extraño salvaje, su marido. Durante la ceremonia estalló una tormenta con gran aparato de rayos, y el encargado del Registro, que era medio ciego, privado temporalmente de la mayoría de sus facultades, comenzó a confundir los nombres, ante lo cual Vanessa terció preguntando cómo podía hacer para cambiar el nombre de Quentin, su hijo menor. A pesar de esta confusión Virginia y Leonard acabaron por salir a la lluvia oficialmente casados. 

Islandia era el lugar en que habían planeado pasar la luna de miel, pero terminaron por tomar la dirección, más ortodoxa, del Mediterráneo. Fue una época de pruebas. El calor era malsano, el alimento, infame, y Virginia, que estaba leyendo a Charlotte M. Yonge, encontró imposible responder físicamente a Leonard. Aunque seguía esperando con alegría tener hijos, también confesó a Ka Cox que Podría ser todavía la señorita Stephen. Parecía existir alguna insondable inhibición que hacía que para ella el deseo masculino fuera, si no terrorífico, bastante incomprensible. El acto físico de cohabitación no era ni divertido: simplemente frío. Leonard, que debía haber abrigado la esperanza de derretir el hielo de su frigidez, aceptó los hechos a regañadientes y pronto adecuó las palabras a la realidad persuadiéndola de que no deberían tener hijos. Fue una decisión sensata porque, aunque Virginia nunca podría contemplar la fecundidad de su hermana sin envidia, los niños, con todas sus humedades y ruidos, matarían de raíz las novelas que tenía en su interior, y lo que más la importaba era escribir novelas. 

Tras cinco años de matrimonio, como indiscretamente revela Quentin Bell, Leonard, cuya apasionada naturaleza nunca fue puesta en duda, tomó una amante. Su nombre era Hogarth Press y, a pesar de algunas extrañas experiencias desviacionistas al modo de Bloomsbury , accedería a no compartirla con ningún hombre. Para Virginia la editorial fue terapéutica, al menos durante algún cierto tiempo: dejaría de ser una novelista y se dedicaría a las labores de componer y hacer paquetes. Necesitaba huir. Desde finales de 1912 había venido padeciendo ansiedad aguda, depresión, unos dolores de cabeza que la minaban y noches de insomnio en las que el sentimiento de su propia futilidad, como una mala hierba, alcanzaba proporciones horribles. La torturada intensidad con la que había escrito su primera novela, The Voyage Out, seguida por una ducha desilusionante de frías pruebas, la estaba destrozando. Llevaba consigo una fatiga extrema, imposible de superar. En septiembre de 1913, superada por la culpa y la infelicidad, intentó matarse, y casi lo logró. 

Su recuperación fue lenta, de una lentitud exasperante y llena de intermitencias. Se vio atravesando fases de verborrea, con etapas de letargo, brotes de una monstruosa aversión física contra sí misma, y una violenta animadversión hacia Leonard. "No verá a Leonard por nada del mundo", relató Jean Thomas, y la ha cogido con todos los hombres. Dice de todos las cosas más maliciosas y cortantes que se le ocurren, y son tan inteligentes que siempre hacen daño

La mejora gradual de su estado estuvo acompañada por las buenas críticas que recibió su novela, que funcionaron como certificados de salud. Aún así, hasta otoño de 1915 no pudo reanudar una vida normal. Los dos años perdidos, que transcurrieron sobre todo en el terreno de sus propias decepciones, oscurecieron el resto de su carrera y afectaron a su matrimonio. Leonard, que había estado sometido a una tensión considerable, se volvió hacia la política y la jardinería como un refugio parcial dentro de áreas de la realidad menos crudas. Como Virginia podía caer fácilmente en la locura, y cada ataque amenazaba tener una recuperación más difícil, tenía que observarla atentamente, y llegar a conocer su enfermedad con la auténtica intimidad de los enemigos. La alabanza y el aliento eran para Virginia oxígeno e hidrógeno, y se los suministraba continuamente en dosis calculadas, alejando de un soplo el dolor irracional y el sentimiento de fracaso que amenazaban consumirle la vida. Para los que venían de fuera, su apariencia era la de un dragón familiar, papel que de algún modo se adaptaba bien a su temperamento. Tenía que asegurarse de que Virginia llevaba una existencia tan vegetativa como fuera posible, sostenida con una buena alimentación y acolchada con descanso. Debía evitar recibir demasiadas visitas, y todo aquello que pudiera fatigarla física o mentalmente. Además, había nacido escritora. Para ella vivir, respirar, significaba escribir, con todas las terribles agitaciones y agonías que nadie que no escriba puede comprender. Nada es real si no lo escribo, admitió en cierta ocasión. y de esta forma, Leonard consiguió un entrenamiento perfecto en el arte de detectar el más pequeño síntoma preludio de un ataque, y de poner rápidamente los medios para evitarlo. A lo largo de los años mientras Virginia daba a luz una serie única de novelas, ensayos y narraciones cortas, actuó como su cuasi-esposa, asegurándose de que tras el nacimiento de cada libro ella podría recuperarse y afrontar la prueba de escribir otro. 

Sin embargo, siempre estuvo presente la amenaza de la locura. Veo claramente que me estoy volviendo loca de nuevo, le escribió la mañana del viernes, 28 de marzo de 1941. Siento que no puedo volver a atravesar otra de esas épocas horribles y esta vez no me recuperaré. Empiezo a oír voces, y no me puedo concentrar. De modo que hago lo que me parece mejor... Atravesó las praderas hasta el río, metió en su bolsillo una gran piedra y se sumergió. Su última frase, recuerdo de las palabras moribundas de Hazlitt, son un tributo a su indomable coraje y a la constante devoción que Leonard le mostró: No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que nosotros lo hemos sido.

Virginia Woolf es un personaje particularmente difícil para una biografía, aunque no sea más que, como observó su hermana, porque vive en su propio mundo. Parecía aislada de la política, de lo que otros (especialmente en los años treinta) tendían a considerar como el mundo "real". No son las catástrofes, los asesinatos, las muertes y enfermedades lo que nos envejece y acaba por matarnos, escribió en Jacob's Room, su novela más política, es la forma de mirar y reír que tiene la gente, su modo de subir al omnibús.

Aunque tuvo gestos que denotaban una consciencia de lo social, no creía que los escritores tuvieran el poder de cambiar el mundo, de abolir el sistema británico de clases. Al novelista en ascenso nunca se le insiste para que vaya a tomar ginebra y caracoles con el fontanero y su mujer, señaló. Sus libros nunca le ponen en contacto con los que comen carne de gato, ni le llevan a iniciar una correspondencia con la vieja que vende cerillas y cordones en la puerta del British Museum. Esta actitud irritó a algunos intelectuales de izquierda, que la consideraron estéril desde el punto de vista político. Por su parte, ella nunca creyó que se debiera juzgar a las novelas con criterios sociológicos, o que los escritores fueran alguna casta de políticos potenciales. Como pocos miembros de la clase trabajadora  leen literatura y, en cualquier caso, de acuerdo con Croce,  todo cambio histórico va de arriba a abajo, los libros tendrían que ser evaluados por sus repercusiones gubernamentales, y los autores seguramente deberían ser considerados como los miembros más ineficaces de la comunidad. Ella no lo creía así, porque, cualquiera que sea la salida social, el problema moral del novelista es una cuestión privada: escribir lo que hace mejor . 

Lo que Virginia Woolf hizo mejor fue algo único y bastante alejado de la política. La vida es un halo luminoso, escribió, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el comienzo al final de la consciencia. A veces daba la impresión de no  haber hecho más que medio-nacer al mundo real, el mundo agitado por los titulares de prensa y lleno de idas y venidas; como si su espíritu fantasmal nunca hubiera poseído por completo al cuerpo. La indagadora e inocente curiosidad que sintió acerca de su vida, aunque a menudo apasionada, se manifestó extrañamente exangüe. En vez de la implicación directa, que le fue negada, planteó una serie de preguntas improbables. ¿Qué es lo que se siente cuando se es rey?, ¿y cobrador de autobús? , ¿y los hombres y mujeres que caminan unidos por una estación, seguros y felices? Especulaba indefinidamente sobre lo desconocido, y para ella lo desconocido era con frecuencia lo habitual. 

Sus novelas son extensiones, con una intrincada cartografía, de su método de autoexamen. Entre los períodos de importancia fluye el momento significativo, y éste es el que captura y sostiene para que lo veamos. Como un murciélago, que confía sólo en las ondas sonoras para conocer la geografía de su entorno, y reúne una visión de la vida plena de fuegos fatuos y fragmentos: una sombra, una silueta, una ramita, la señal sobre un muro. Lo que día a día fluye demasiado rápido para nosotros, lo que sólo se imprime sobre nuestra mente subconsciente, este fue su material habitual como novelista. Sus mejores libros, en virtud de su estilo perfecto, mantienen en equilibrio razón y locura, realidad, desilusión, lo concreto y el sueño. Pero es el sueño el que le otorga su peculiar cualidad flotante. Hay inmersiones en las profundidades neurasténicas de su naturaleza, que, como la de Coleridge, fue subterránea. Como ordinario animal terrestre estaba mal adaptada, a veces hasta el absurdo, pero como criatura abisal, cuyos hábitos y modos no se podrían comprender adecuadamente en la nítida y brillante superficie de las cosas, entró en su reino natural. Repartidas por sus obras hay muchas viñetas exquisitas que transmiten su sensibilidad con una cualidad radiante, lírica y muda, que parece  tremolar desde los rayos refractados del sol que juguetean lejos de las verdes ondas, hasta el lecho silente del océano.


NOTAS 

(1) Virginia Woolf: A Biography. Volume One, Virginia Stephen, 1882-1912, por Quentin Bell.
(*) Dons: miembros del personal docente de una universidad o college, especialmente en Oxford y Cambridge. (Nota del Traductor). 
(2) Virginia Woolf: A Biography. Volume Two, Mrs. Woolf, 1912-41, por Quentin Bell.

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