Tal vez ninguna historia es tan coherente y apolínea como se tiende a imaginarla. Tampoco la de Virginia Woolf, historia apasionada y desgarradora a un tiempo de una mujer hipersensible, escritora nata, cuya vida es una lucha cotidiana frente al asedio de la locura. ¿Quién habría de decir que esa dama; respetuosa de las formas sociales establecidas, preocupada por los hechos menudos que acontecen en su mundillo, es la misma que despanzurra el discurso tradicional de la narrativa inglesa para dejar al descubierto esos relámpagos de intensidad que atraviesan al yo o para atrapar «el fluir de la conciencia»? No es fácil reconocer en ese personaje que se pasea por los salones de la sociedad eduardiana, posa para Vogue (claro está que esto le sirve para hacer inteligentes reflexiones sobre los estados de conciencia que, aparecen en la vida social. la conciencia de party), toma interminables tés o asiste al Derby, no es fácil reconocer, decíamos, a ese ser angustiado que siente la vida como «una cinta de asfalto al borde del abismo» por la que camina, tambaleante, sin saber si logrará recorrerla hasta el fin.
No menos sorprendente es comprobar que V. W., militante socialista. miembro de la Fabian Society, un día anota en su Diario: Rara vez penetrada por el amor a la humanidad, cual es mi caso, a veces me apiado de las gentes pobres que no leen a Shakespeare...
¿Cuál es, podríamos preguntarnos, la verdadera V. W .? La heredera del convencionalismo victoriano que, como cualquier muchacha joven de su época, desea casarse o la que defiende una vida privada más permisiva -como la mayoría de los miembros de Bloomsbury, por otra parte- que no ahogue en una marea de prejuicios sus tendencias homosexuales? ¿La escritora que rescata el beautiful non-sense, la libertad creadora o la que en su crítica literaria -aguda y certera, casi siempre- no logra verla en el Ulises de Joyce y queda desconcertada, aburrida y desilusionada por el espectáculo de un asqueroso estudiantillo rascándose el acné?
La historia de V. W. reúne esta y muchas otras facetas, a veces curiosas, tiernas o dramáticas, tal vez más dramáticas que la de la mayoría de los seres humanos, pero, con una capacidad creativa que no es habitual. Cuando escribo, soy tan sólo una sensibilidad.
Arbitrario y seductor parece haber sido Sir Leslie Stephen, el padre de Virginia. Humanista destacado, autor de una Historia del pensamiento inglés en el siglo XVIII y del Ensayo sobre el libre pensamiento, Sir Leslie Stephen se ha ganado, sin duda, el respeto y el lugar que la sociedad reserva a esos "eminentes victorianos", al decir de Lytton Strachey.
De los cuatro hijos que tiene con su segunda mujer, Julie Duckworth, ninguno se aparta de la tradición cultural que flota en el hogar de los Stephen. Sir Leslie dirige con espíritu patriarcal -y no sin despotismo- la educación de sus hijos: los varones -Adrián y Thoby- irán a Cambridge; en cuanto a Vanessa y Virginia, naturalmente, se educarán en casa. Esto es lo que establece la costumbre en la sociedad victoriana y Sir Leslie no está dispuesto, ni remotamente, a romperla. Virginia recordará toda su vida esta actitud del padre con rencor. Sin embargo, ella misma reconoce que, a cambio, les dio una libertad total para leer lo que quisieran de la rica biblioteca familiar. Y aún más. Sir Leslie alentó con enorme tacto el interés de Virginia por la literatura y el de Vanessa por el arte.
Por esos años, Virginia afianza su vocación de lectora que no hará sino crecer con el paso del tiempo. En su Diario -escrito a partir de 1915- las lecturas ocupan gran parte de sus reflexiones; reflexiones sagaces, originales, llenas de matices, de quien no sólo analiza un libro sino que además vive y siente una historia. Virginia no lee sólo lo que el autor dice, sino lo que sugiere y, además, lo que ha callado.
En 1906, Thoby Stephen, de vuelta de un viaje a Grecia, muere, muy joven, a causa de una fiebre tifoidea. Virginia, que ya había tenido la primera fractura de su estabilidad psíquica, parece más recuperada y asume la muerte de Thoby. Sin embargo, ninguna pérdida familiar dejará en ella una huella más larga y dolorosa que la de este hermano que se ha llevado consigo la alegría y la juventud. Más tarde, en Las olas, intentará recuperarlo en la figura de Percival, el héroe esperado que al llegar vierta en esta estancia esa cosquilleante luz, esta intensidad del ser, de manera que las cosas pierdan su habitual utilidad.
BLOOMSBURY
Después de la muerte de Thoby, los que habían sido sus compañeros y amigos en Cambridge, se acercan más a Adrián. Allí están Lytton Strachey, que quiere ser escritor; Leonard Woolf, que ha regresado a Londres después de una larga estadía en la India como funcionario del Civil Service -en el que aún no sabe si continuará o no- y Clive Bell, teórico de arte, que se casa con Vanessa Stephen en ese mismo año de 1906. Las reuniones que poco a poco se vuelven habituales se hacen en casa de los Bell, situada en el 46 de Gordon Square, una calle del barrio de Bloomsbury. También Adrián y Virginia viven en ese barrio de casas austeras. En una de ellas, cada uno de los hermanos Stephen ocupan un piso, en otro viven el pintor Duncan Grant y John Maynard Keynes, economista que años después tendrá fama mundial. El último piso del 38 de Brunswich Square está reservado para Leonard Woolf. Todos participan de las reuniones en casa de los Bell, donde además asiste Desmond Mac Carthy, crítico literario y director del New Statesman (en el que Virginia hará, durante años, recensiones literarias, así como en el Times Litterary Supplement); va también Roger Fry, crítico de arte; el novelista E. M. Forster; Bertrand Russell y, más tarde, T. S. Eliot. El centro son Vanessa y Virginia, dos jóvenes de una belleza que «cortaba el aliento» -dice L. Woolf al conocerlas- Y, por si fuera poco, sensibles e inteligentes. Pero si las hermanas Stephen seducen a los jóvenes con su gracia, con su conversación, también escandalizan a las personas mayores por su "aire emancipado". Es lo que, con gesto desaprobatorio, opina Henry James, amigo de Sir Leslie Stephen. Ajenas a los comentarios o tal vez divertidas por el mero hecho de provocarlos, Virginia y Vanesa disfrutan de esas largas noches en las que, entre chocolate, whisky y panecillos, se charla y se discute con pasión. ¿De qué hablan? De todo. De los antiguos y de los modernos. De los griegos, de los narradores rusos y de la psicología alemana. Los griegos. .., la danza, el ballet ruso de Diaghilev y la maravillosa Lopokova. Estudian a Bergson y a G. Moore. El sentido que este filósofo da a "lo bueno" en sus Principia Ethica puede levantar tempestades. Roger Fry les descubre el mundo luminoso de los postimpresionistas franceses: el de Van Gogh: Gauguin, Derain. Luego, el cubismo viene a deslumbrar a estos ingleses deseosos de ampliar su insularidad. También se habla de economía, de política -todos se sienten liberals, salvo L. Woolf, que adhiere al socialismo. Y antiimperialistas. Hacen alarde de su escepticismo en materia religiosa y hay quienes se proclaman rotundamente ateos. El grupo de Bloomsbury ha nacido.
Junto a su curiosidad intelectual aparece también el deseo de dar otro tono a la vida. No hay que olvidar que los "bloomsberries" son individualistas y esgrimen como fin supremo el goce estético. Tienen gustos sofisticados y se mueven dentro de un ambiente bohemio, más libre, del que se destierra cualquier sobrevivencia de la moral victoriana. Y también hay lugar para el sense of fun. Sus bromas, a veces, pecan de irreverentes como cuando se hacen pasar por el emperador de Abisinia y su séquito para visitar el acorazado Dreadnought. Ríen hasta las lágrimas (que dejan surcos blancos en su improvisada piel morena) de la situación en que han puesto a los oficiales de la sacrosanta Royal Navy.
Sin embargo, este nuevo estilo, lleno de savoir-faire, lleva implícitos los límites que establecen las buenas maneras y, en última instancia, su origen aristocrático. Porque la mayoría de los "bloomsberries" pertenecen a la clase dirigente, salvo Leonard Woolf, que se reconoce a sí mismo como recién llegado a las clases liberales rompiendo con un status de tenderos judíos. En su Autobiografía señala, con idéntica objetividad, la idiosincrasia de algunos de los miembros de Bloomsbury: Los Stephen, los Strachey y los Thackeray vivían en un complejo entramado de raíces y ramificaciones que se extendían por todas partes a través de las clases liberales superiores, las familias terratenientes y la aristocracia. En lo social -sigue L. Woolf- asumían subconscietemente cosas que yo no hubiera podido asumir jamás consciente ni inconscientemente...".
El grupo de Bloomsbury pronto se convierte en la intelligentzia de su tiempo. Pero su aire elitista molesta a mucha gente. También sus opiniones, por lo general audaces y en varias ocasiones cáusticas. Son escarabajos que pican como escorpiones, dice de ellos D. H. Lawrence sin ocultar su odio. los "bloomsberries" no se alteran. Quienes pertenecen al e'stablishment son ellos y tanto se los mima que hasta se les permiten actitudes rebeldes. Tal vez porque se sabe que, de verdad, cambian menos de lo que creen.
Después de una extraña propuesta matrimonial de Lytton Strachey a Virginia Stephen -extraña porque ninguno de los dos lo quería, ella, en una carta a su amiga Violet Dickinson, en 1912, le cuenta que va a casarse con "un judío sin cinco", pero que la hace más feliz de lo que nadie me había contado que era posible serlo: Leonard Woolf.
Con el casamiento, Leonard y Virginia comienzan a alejarse del grupo. Seguramente influyó el trabajo de Virginia (está escribiendo su primera novela, Fin de viaje) y su precaria salud.
Al comenzar la guerra. de 1914, el grupo de Bloomsbury se dispersa. Algunos se reúnen en lo de Lady Ottoline Morrell, pero ya sin el fervor de los viejos tiempos.
En 1916 una ley de reclutamiento vuelve a congregar a los miembros de Bloomsbury. Todos son pacifistas, objetores de conciencia y quieren manifestarlo. Luego, cuando Leonard crea el Club 17 para las reuniones socialistas, se forma una especie de segunda generación de Bloomsbury. Virginia ve con escasa simpatía a mucha de esta gente -"los cabezas rapadas", el "inframundo", los llama con desdén- en los que encuentra más oportunismo que talento.
En realidad, el espíritu de Bloomsbury no se recompone nunca más.
THE HOGARTH PRESS
La experiencia matrimonial de los primeros años fue, evidentemente, insatisfactoria para Virginia, que se debate entre su escasa "vehemencia" (es decir, una marcada frigidez), la frustración de ser madre y una vida cotidiana que se va deteriorando por las exigencias de su labor creadora y la aparición de la enfermedad: insomnios, jaquecas, pulsaciones aceleradas y luego la depresión. Para Leonard estos años de matrimonio debieron de ser infernales.
En realidad, ese período que comienza el mismo año del matrimonio, 1912, hace crisis al año siguiente con el intento de suicidio (el segundo) de Virginia; es el anuncio de lo que será la constante -con diferencias de intensidad- en la unión de los Woolf: la lucha contra la locura de Virginia. Leonard da pruebas de una devoción, de una paciencia, infinitas.
En medio de la depresión de Virginia, Leonard hace el traslado a una vieja casa, Hogarth House, que les ha gustado. Los primeros meses son de pesadilla. Para distraer a Virginia pasan un tiempo en el campo. De vuelta se renueva la fantasía que se hicieron al ver Hogarth House: comprar una imprenta y tener un bulldog. La fantasía toma cuerpo y alienta a Virginia. Deciden tomar clases de artes gráficas, pero todo queda en proyectos: no se aceptan aficionados. La solución es simple: aprender en un tratado y luego practicar; claro que eso requerirá tener el dinero suficiente para poder comprar una máquina. Por fin, en marzo de 1917, compran una impresora en Farringdon Road y la instalan en el comedor de la casa, que, poco a poco, se convierte en Hogarth Press. La labor editorial se inicia con The mark on the wall, de V. W ., y Three Jews, de Leonard Woolf.
Virginia alterna su tarea de crítica literaria con el trabajo en la imprenta, que comienza a abrumarla. Lo que empezó como un hobby (y, secretamente para Leonard, como laborterapia para Virginia) ya es un oficio que le deja escaso tiempo para escribir. Además, es preciso buscar otros autores. Virginia decide visitar a Katherine Mansfield para ofrecerle publicar un cuento.
Se inicia allí una amistad profunda y conflictiva. Las dos se admiran, pero ninguna se muestra dispuesta a aceptar a su contendiente tal como es. K. M. ha tenido una vida aventurera, rica en experiencias, más libre, y no ha conocido la estabilidad del mundo de Virginia. Tal vez por eso detesta los convencionalismos, las formas establecidas. Virginia lamenta la vulgaridad de K. M., siempre tan emperifollada con cosas baratas, aunque reconoce que, cuando supera esta impresión, Katherine es tan inteligente, tan inescrutable, que paga con creces su amistad. A su vez, K. M. se las arregla para hacerla sentir a Virginia pretenciosa y para darle conciencia de lo soso que resulta ser siempre "respetable". Tras de esta contienda sorda, se advierte la verdadera causa: la rivalidad como escritoras. Es el único escritor del que he sentido celos, confiesa V. W.
Hogarth Press crece y se consolida. El fondo editorial se va ampliando con cuentos de Katherine Mansfield, los Poemas, de T. S. Eliot; The Critic in Judgement, de Middleton Murry; Kew Gardens, de la propia Virginia, ilustrado por Vanessa Bell. A partir de 1924, comienza la publicación de la obra de Freud.
UNA FLOR PARA VIRGINIA
Una tarde de invierno de 1939, los Woolf van a conocer a Sigmund Freud en su retiro de Hampstead. Hace sólo unos meses que ha llegado a Inglaterra y se ha encerrado en su casa, rodeado de libros y de antigüedades egipcias, ya sin mayor fuerza para desplazarse, deteriorado como está por un cáncer de mandíbula. Virginia queda conmovida por este "viejo fuego que ahora brilla con luz mortecin". Leonard, en cambio, ve en Freud "un halo de grandeza, no de celebridad" que irradia este "hombre genial".
En la entrevista, Freud le ofrece una flor a Virginia. Un gesto amable que, sin embargo, no logra borrar el cortés distanciamiento que prevalece en el recuerdo de los Woolf .
Meses más tarde, V. W. anota en su diario: Anoche comencé a leer a Freud para ampliar la circunferencia; para dar a mi cerebro más amplios horizontes, para conferirle objetividad, para salir al exterior... Una lectura terapéutica, sin duda. Es curioso, sin embargo, que V. W. en ningún momento -al menos en los fragmentos que conocemos del Diario de una escritora- reconozca, más allá de los conocimientos nuevos, ese territorio común que ambos -con distinto propósito- exploran: las infinitas complejidades del yo, el mundo de los sueños, las fantasías, los deseos. Porque en V. W. ésta es la verdadera materia de su obra. Desde Fin de viaje hasta Entreactos, su última novela, la variedad de personajes, las diferentes situaciones, los escenarios cambiantes, no parecen sino pretextos para bucear en el interior del ser humano, afinando cada vez más su capacidad de captación y el lenguaje para expresarlo.
Toda su creación es un empecinado viaje interior, único viaje que de verdad le interesa. Los otros son el espectáculo, algo que ocurre fuera. En España la desnudez y belleza (del paisaje de Toledo y de Zaragoza) les dejó atónitos, cuenta Quentin Bell. «Viajaron por el norte de Italia hasta Venecia, que, después de España, les pareció un lugar cómodo, pero monótonamente civilizado." Florencia no la apasionó, el recorrido por Grecia sólo logró atraparla por momentos. A poco, los viajes la cansan, la abruman. Y, además, ¿para qué fatigarse con desplazamientos exteriores si desde su living de Tavistock Square puede "ver", por ejemplo, paisajes fabulosos, como esa Argentina que atribuye a Victoria Ocampo, donde hace mucho calor y veo mariposas nocturnas posándose en flores plateadas. Pero ¿en pleno día?. O el desaforado deshielo del Támesis que presencia Orlando:
Era como si una fuente de azufre (opinión que favorecieron muchos filósofos) hubiera brotado de las regiones volcánicas inferiores y hubiera reventado e1 hielo con tal vehemencia que barría y apartaba furiosamente los fragmentos enormes... El río estaba sembrado de témpanos. Algunos eran amplios como una cancha y altos como una casa; otros no eran mayores que un sombrero de hombre, pero fantásticamente retorcidos...
Sí, evidentemente, para V. W. la única vida excitante es la vida imaginaria, como ella misma dice. En todo caso, el único paisaje necesario, el único que necesita retener, es el paisaje inglés. En muchas de sus páginas vuelve al St. Ives de su infancia, a Cornualles, a Sussex: el mar, los downs, espacios abiertos en donde se reencuentra. Y también está Londres, que la estimula. y los interiores ingleses, con un cómodo sillón al lado del fuego, un libro y crisantemos en un vaso de cristal sobre la chimenea, habitaciones aparentemente comunes y, sin embargo, atestada de esos tímidos seres de luz y sombras con cortinas agitadas por el viento, pétalos cayendo, cosas que no ocurren, o eso parece, cuando alguien está mirando. Habitaciones con una vida secreta, misteriosos espacios interiores, en los que, como diría Lacan, el ojo capta el exterior y las cosas nos miran. En ese punto preciso, en ese verse viendo, es donde el discurso de V. W. alcanza mayor libertad, cuando sus personajes dejan hablar a su conciencia, traspasada de elementos no conscientes, cuando el monólogo interior nos transmite la labilidad entre el espacio de fuera y el de dentro.
LOS AZULES CRISTALES
Es aburrido caminar por la carretera, sin ventanas por las que mirar, sin legañosos ojos de azules cristales por donde ver la calle, piensa Jinny en Las olas y la reflexión parece de la Alicia de Carroll.
Abiertos o cerrados, esos espacios (incluso los onrricos que aparecen con frecuencia) sólo interesan cuando se los puede ver con los "azules cristales" de Jinny, cuando dicen más que una mera descripción y se transmutan en símbolos que dan otra dimensión al relato. Desde allí, desde ese punto, parte V. W. para recorrer esa zona cambiante, huidiza, donde se mezclan lo real y lo irreal, y los objetos del mundo exterior -uno cualquiera- sirve como pretexto para desencadenar la fantasía. Una avalancha de imágenes, sensaciones -fugitivas y, sin embargo, precisas-, asociaciones desordenadas son los fragmentos con los que V. W. recompone a saltos y como en un espejo roto la continuidad de la vida. De la realidad, íbamos a decir. Pero la realidad woolfiana es fragmentaria y, además, excepcional; una sensación intensa y asombrosa de que algo que está ahí es eso. No se trata exactamente de belleza. Se trata de que la cosa en sí basta: es satisfactoria y completa. Algo similar a lo que los sabios orientales dicen que se alcanza en el nirvana. Sólo momentos, momentos en los que el tiempo se congela y se convierte en tiempo puro, es decir, en eternidad. Una eternidad válida por frágil, por fugaz. Si continuaran nos sumirían en el vacío. En cambio, esas "revelaciones" nos devuelven al mundo cotidiano, en el que
como agua que chorrea por los muros de mi mente, como aguas reunidas, el día cae coploso y esplendente.
O triste y desolado. Porque lo nuestro es eso: vivir en el tiempo. La eternidad que no sea de un instante es tal vez más atroz.
Mira, el lazo en el trazo del número comienza a llenarse de tiempo, contiene el mundo en su interior, Comienzo a trazar un número y el mundo queda enlazado en él, y yo estoy fuera del lazo, que ahora cierro -así-, sello y completo. El mundo forma un todo completo, y yo estoy fuera de él, llorando, gritando "¡Salvadme de ser expulsada para siempre del lazo del tiempo!, dice Rhoda en Las olas.
El tiempo cronológico es inexorable. El otro, el interior (el bergsoniano) está lleno de resquicios por donde escapar, de momentos reveladores que crean la ilusión de lo duradero. Gracias a ese maravilloso desacuerdo del tiempo del reloj con el tiempo del alma la vida es infinita y pasa como un rayo.
UNA ESCRITURA FEMENINA
A finales del siglo XVIII, se produjo un cambio que yo -dice Virginia Woolf-, si volviera a escribir la Historia, trataría más extensamente y consideraría más importante que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas, La mujer de la clase media empezó a escribir.
Origen de la literatura femenina; un hecho doblemente subversivo. Si escribir siempre lo ha sido, a esto se agrega la irrupción de la mujer -aunque de un modo tímido y receloso- en un dominio hasta entonces reservado al hombre.
En un tono muy próximo, casi confidencial, V. W. va enhebrando la historia de esa escritora que, desde los límites que le impone su campo de observación -la sala de estar-, gana otros espacios, acrecienta sus experiencias vitales. Allí encontramos a esa mujer que se debate entre su fuerza creadora y la falta de instrumentos para expresarse, con sus titubeos, sus dudas y vacilaciones.
Desprovista de un lenguaje propio, con una frase y un ritmo hechos por el hombre, esa mujer -que son muchas- se ve enfrentada a la necesidad de crear un estilo de prosa que expresara plenamente su modo de pensar. Tarea nada fácil, por cierto. Los jueces siempre están dispuestos a acumular acusaciones: se delinque por falta o por exceso. Falta de lógica, de imaginación, de dominio del lenguaje, etc., o exceso de subjetivismo, de efusiones sentimentales, de anécdotas banales. Ni una prosa blanda, dulzona y tonta -que se tiene por "femenina"-, ni "añadir espinas superfluas" por miedo a ser incluida en el esquema anterior, señala V. W. Ejercicio lento, exigente, equilibrado, el de hallar una expresión autónoma.
Son bien conocidas las condiciones que V. W. enuncia como indispensables para la mujer que quiera escribir: tener independencia económica y una habitación propia. Una habitación propia es el título que V. W. da a este libro y no es casual. Es además el símbolo que, en cierto modo, encierra su concepto de lo que ha de ser la mujer que quiera escribir: la que tenga una vida independiente (en una conferencia V. W. satiriza a ese fantasma, "el ángel del hogar", que acecha a la mujer convocándola a sus labores tradicionales y no duda en afirmar que un deber de la mujer escritora es matar ese fantasma) y, lo que es más, un pensamiento de perfil propio que no escuche a las voces -de afuera y de adentro- que la invitan a plegarse a los modelos prestigiosos. Sólo la mujer que posea ese cuarto propio podrá escribir novelas, ese género literario todavía no bastante joven como para ser blando en sus manos.
Y llegamos al siglo XX. La mujer, dice V. W., está empezando a utilizar la escritura como un arte, no como un medio de autoexpresión. Y como sin quererlo, nos encontramos ante un punto clave: ¿existe una escritura femenina, es decir, una reflexión frente al hecho literario y al uso deliberado de un lenguaje propio?
En este siglo, miles de mujeres se han levantado afirmándolo y negándolo. Se han escrito artículos, ensayos, tesis en pro y en contra. Se han hecho explicaciones desde la sociología, la psicología o el psicoanálisis. Pero nos atreveríamos a asegurar que, en definitiva, se han definido conceptos, se ha profundizado en una problemática que ya está en V. W .: la necesidad de hallar una expresión autónoma, con un lenguaje propio, y la necesidad de superar el hecho de escribir desde la "diferencia" (de sexo). A propósito, V. W. dice de Mary Carmichael:
Escribía como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es una mujer, de modo que sus páginas estaban llenas de esta curiosa cualidad sexual que sólo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo.
Una de las más inteligentes interpretaciones sobre la escritura femenina la hace Julia Kristeva desde el psicoanálisis, fundamentándola en el siguiente concepto: C'est que tout sujet parlant porte en lui une bi-sexualité qui est précisément la possibilité d'explorer toutes les ressources de la signification, aussi bien ce qui pose un sens que ce qui le multiplie, le pulvérise et le rénove. El desarrollo es riguroso y brillante. Sólo que nos recordó -releyendo a V. W.- un concepto similar que podemos sintetizar en esa mente que vive en cada uno de nosotros, formada por dos poderes: el del hombre y el de la mujer, poderes que cooperan y se armonizan. ¿Es, acaso, algo muy distinto de lo que V. W. dice tan bien al interpretar "la mente andrógina" de la que hablaba Coleridge?
Coleridge quiso decir quizá que la mente andrógina es sonora, y porosa; que transmite la emoción sin obstáculos; que es creadora por naturaleza, incandescente e indivisa.
VIEJAS PALABRAS EN UN ORDEN NUEVO
Palabras. Las palabras inglesas, en las casas, en las calles, en los campos; a lo largo de tantos siglos... Las palabras pertenecen a las otras palabras. Pero sólo un gran poeta sabe que la palabra "incarnadine" pertenece al océano de lo inefable... Para usar nuevas palabras habrá que crear un nuevo lenguaje. Se llegara a ello, pero no es cosa nuestra. Lo nuestro es unir viejas palabras en un orden nuevo para que subsistan y creen la belleza, para que digan verdad...
(Conferencia pronunciada en la BBC)
Así, con un empecinamiento cotidiano, V. W., formidable trabajadora intelectual logra crear, crearse, un nuevo lenguaje que, al igual que su mente, discurre fluido como el agua (no pocas veces hace alusión a las palabras y al agua), se cuela por regiones desconocidas, demorándose fascinado ante las fantasías, recorriendo las grietas por donde se filtran los deseos insatisfechos, recuperando los colores de la memoria. Un lenguaje imaginativo, sensual, que se entreteje libremente y se preocupa menos por restablecer los nexos, la coherencia lógica, que el ritmo.
-Son palabras blancas -dijo Susan-, como los cantos rodados que se encuentran en la playa.
-Mueven la cola a derecha e izquierda cuando les hablas -dijo Bernard-. Menean la cola, agitan la cola, se mueven por el aire en rebaño, ahora hacia aquí, ahora hacia allá, avanzan juntas, ahorase separan, ahora se reúnen.
-Son palabras amarillas, son palabras flamígeras -dijo Jinny-. Me gustaría tener un vestido llameante, un vestido amarillo, un vestido leona,do, para ponérmelo por la noche.
(De Las olas.)
Lenguaje de entramado abierto que deja lugar al blanco, al agujero, la laguna que es precisamente por donde se cuela la sugerencia y logra hacer de ese vacío un espacio del discurso que suscita otras resonancias. Palabra esencial, como la llama Blanchot, que es "alusiva, sugiere, evoca".
Hay una lucidez fulgurante en la actitud de V. W. frente al hecho literario, cómo lo penetra, lo desmenuza y lo integra; la sensibilidad con que capta el ritmo de las frases (El ritmo es lo principal en la escritura», dice arbitrariamente), pero no descuida la estructura que imprime una forma en el ojo de la mente, una forma construida ora con cuadros, ora en forma de pagoda, ora con alas y arcos, ora sólidamente compacta y con un domo como la catedral de Santa Sofía, de Constantinopla. Pero también sabe cuándo debe intercalar los interludios, con lo que quiero decir -aclara- espacios de silencio, de poesía y de contraste o qué elementos intensificará en la creación de un ambiente -la luz del alba, los sonidos del mar, los colores- para que cumplan "su función subterránea".
En un pasaje del Diario de una escritora encontramos esta síntesis del criterio estético que domina su escritura. Las reflexiones son a propósito de su libro Las olas, al que en un primer momento llama Mariposas nocturnas y dice:
...El desperdicio y lo muerto proceden de incluir cosas que no pertenecen al momento (el subrayado es nuestro en cuanto remite a la particular concepción woolfiana); la aterradora actividad narrativa de los realistas; ese pasar del almuerzo a la cena; esto es falso, irreal, simple convencionalismo. ¿Por qué admitir en la literatura algo que no sea poesía, y por poesía quiero decir saturado? ¿Acaso no es esto, aquello de lo que acuso a los novelistas? ¿Es decir, que no seleccionan nada? El poeta alcanza sus logros por el medio de simplificar; prácticamente prescinde de todo. Quiero prescindir de todo pero saturar. Esto es lo que quiero hacer con Las mariposas nocturnas (28 de noviembre de 1928)
Desde Fin de viaje a Entreactos, V. W. ha hecho un largo camino. Basta leer distintos fragmentos de su obra para advertir la diferencia con que se van articulando las palabras, la soltura de estilo, la modulación interior del texto -su mayor preocupación, como dijimos-, el manejo del monólogo interior, sobre todo a partir de El cuarto de Jacob y su maestría en Las olas, considerada por parte de la crítica como su mejor novela aunque, en opinión de Stephen Spender, Entreactos no ha sido suficientemente apreciado y es acaso su mejor libro. Y a lo largo de esa entrevista, hecha por Viviane Forrester, Spender hace esta curiosa reflexión: Siempre me decía (V. W .) que con la novela se podía hacer lo qué se quisiera. Y creo que, posiblemente, si hubiese continuado escribiendo habría escrito novelas como las de Samuel Beckett...
EL OTRO LENGUAJE
...El cerebro se m... -no, no puedo pensar en esta palabra-, sí, se marchita. Una idea. Todos los escritóres son desdichados. Por esto, el cuadro que del mundo pintan es muy negro. Los carentes de palabra son dichosos; mujeres en jardines de casitas de campo; la señora Chavasse. No es un verdadero cuadro del mundo; es el cuadro del escritor. ¿Los músicos, los pintores, son felices? ¿Es su mundo más feliz?
(Diario de una escritora, 5 de septiembre de 1940,)
Sorprende que V. W. que, a lo largo de su vida, ha puesto toda su energía vital, su libido, en la creación literaria, atribuya la posibilidad de ser felices a quienes tienen otros medios de expresión,
distintos de la palabra. Tan luego ella que aunque ha conocido las penosas tensiones a que la somete la escritura y la publicación de sus libros, ha recibido también muchas satisfacciones. y que evidentemente la gratifican, si nos guiamos, al menos, por los comentarios que hace en su Diario alrededor de las críticas elogiosas que recibe. ¿Por qué, entonces, asignar la felicidad a los carentes de palabra? ¿Acaso el cerebro del músico o del pintor no se deteriora? ¿Por qué asocia la idea de palabra con desdicha? ¿No está hablando, sin proponérselo, de otro lenguaje?
Releyendo el fragmento pareciera que ella, inconscientemente, se sentía habitada por dos lenguajes: el creativo, al que ama y domina, y otro, el de la locura, que teme hasta el horror. Afirma Lacan: En la locura, cualquiera sea su naturaleza, nos es forzoso reconocer, por una parte, la libertad negativa de una palabra que ha renunciado a hacerse reconocer [...] y, por otra parte, la formación singular de un delirio que -fabulatorio, fantástico o cosmológico; interpretativo, reinvindicador o idealista- objetiva al sujeto en un lenguaje sin dialéctica.
La vida de V. W. -ya lo dijimos- fue una lucha continua contra la locura y, por lo tanto, una lucha también por escindir esos dos lenguajes: por apropiarse y constituirse en sujeto de ese lenguaje que la libera y por acallar el lenguaje de la enfermedad, que, extrañamente, se manifiesta también a través de palabras, de voces que la acechan, la perturban, se apoderan de ella. Así lo testimonian sus cartas de despedida: una a su hermana Vanessa, escrita casi en idénticos términos en cuanto a su enfermedad ("Es lo mismo que la primera vez, todo el tiempo oigo voces, y sé que no puedo superar esto ahora...") y la que dirige a Leonard, patética, y que dice:
Querido,
estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas, No voy a recuperarme en esta ocasión. He empezado a oir voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece mejor. Tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todo momento todo lo que uno puede ser. No creo que dos personas hayan sido más felices hasta el momento en que sobrevino esta terrible enfermedad. No puedo luchar por más tiempo. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. y lo harás, lo sé. Te das cuenta, ni siquiera puedo escribir esto correctamente. No puedo leer. Cuanto quiero decir es que te debo toda fa felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte... que todo el mundo lo sabe. Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. No queda nada en mí más que la incertidumbre de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido.V.
Después de leer esta carta, Leonard, desesperado, fue a buscarla al río. Halló su bastón. Sólo días más tarde apareció el cadáver con los bolsillos de la ropa llenos de piedras. Las aguas del Ouse la habían cubierto de silencio.
FLORA GUZMAN.
Gorriti, 58. Jujuy. Argentina.